Los últimos rayos de sol proyectan una luz anaranjada y tiñen de óxido el paisaje. Son casi las cinco de la tarde y acabo de girar en el desvío que me lleva a la Aldea Tudal, entre Villanueva y Madrigal de la Vera. La carretera se estrecha, dejo a mis espaldas la sierra de Gredos y reduzco la velocidad para sortear los baches que taladran el asfalto.
Me esperan en Ras de Terra. He quedado con los cuatro artistas que están realizando una residencia bajo la dirección de Mónica Sánchez-Robles. Siento curiosidad por conocer qué ha llevado a Isabel Flores (Badajoz, 1989) Tamara García(Cantabria, 1980), Natasha Lelenco (Moldavia, 1982) y Rafael Blanco (Sabadell, 1980) a trabajar durante dos semanas en el antiguo secadero de tabaco, hoy convertido en espacio de creación. Su objetivo es construir una instalación en común que se expondrá en JUSTMAD, la feria internacional líder del arte emergente en España, que tendrá lugar en Madrid, entre el 24 y el 27 de febrero. Pero, sobre todo, quiero encontrar una respuesta al interrogante que planea sobre esta experiencia: ¿tiene el arte el poder de transformar un lugar de abandono en un espacio vivo?
La carretera va adentrándose en la llanura de la Aldea Tudal y la luz herrumbrosa se convierte en arcilla. Dejo atrás la plaza de toros y la ermita y, al avanzar, voy descubriendo un mar de abandono salpicado de secaderos de tabaco. Parecen galeones de ladrillo varados en la tierra después de un naufragio. Son ruinas que hablan de tiempos mejores cuando el tabaco, con su exuberancia tropical, repartía riqueza en tantas direcciones. Sin embargo ahora, atravieso un campo agonizante donde sólo la dignidad de esta arquitectura del trabajo permanece en pie. Estamos en Extremadura y, aquí, la belleza se abre paso a golpe de azada, abrupta, seca, sin adornos y con escaso ceremonial. La exigencia secular de la tierra suele imponerse a la liturgia de la estética.
A medida que entro en el paisaje voy comprendiendo mejor la magnitud del objetivo de Ras de Terra —sólo es posible hacerlo cuando este horizonte te absorbe— y el valor de Mónica y Juan, dos “visionarios ilustrados”, que decidieron ponerle realidad a lo que parecía una utopía: devolver la vida a estos campos a través del arte y la agricultura regenerativa. Un viaje que va del espíritu implícito en la creación, a la materia inherente a la tierra. Quizás las dos variables que mejor definen la condición humana: espíritu y materia. Y para ello, eligieron esta llanura azotada por el viento, lejos de la inmaterialidad de lo digital —que a la vez nos construye y nos destruye— y donde la naturaleza resiste con su verdad.
Sigo conduciendo, el sol me da de frente y en el último tramo intuyo que algo está cambiando. Un elemento nuevo se vislumbra en medio del llano. La carretera se convierte en camino de tierra y dejo a los lados una plantación de kiwis y otra de cáñamo. Paso por delante de una casa con placas solares y ropa tendida: una colcha de flores y un pantalón de chándal ondean al viento. Un somier viejo y sin muelles está arrinconado en la entrada. El mastín de ojeras negras y cuello de toro me ladra desde la alambrada. Giro de nuevo y al salir de la curva, de repente, una mancha blanca con destellos verdosos aparece a lo lejos. Entorno los ojos para enfocar bien y veo un espejismo: es un secadero reluciente, sin heridas de óxido y olvido, con portones azulados que parecen de agua y, lo mejor, hay actividad, vida alrededor, gente trabajando.
ACEQUIA 41
Mónica, Isabel, Tamara, Natasha y Rafa han interrumpido su tarea para charlar conmigo. Entro en el secadero y veo planchas de hierro, troncos de árboles, botes de pintura, pinceles, escaleras y cuerdas… todo habla de lo que están construyendo. Me pregunto cómo será su lectura de este lugar. Dónde recaerá esa subjetividad especial del artista que le hace captar y expresar lo que el resto de las personas no ven.
En la siguiente escena los seis estamos fuera, sentados alrededor de una mesa y dispuestos a conversar mientras el sol de invierno cae. Frente a nosotros, una cuadrícula de higueras desafía a la simetría. Pulso el círculo rojo y el móvil comienza a grabar. No quiero hacer una entrevista, solo capturar —si es posible— lo que está sucediendo.
Pregunto porqué están aquí, qué les hizo venir a crear a este rincón de La Vera. Rafa se lanza el primero, nació en Sabadell pero vive en Priego de Córdoba, entre mares de olivos. Quizás por eso le interese la conexión entre el arte, los patrones geométricos y los espacios naturales intervenidos. Tiene una voz que suena a susurro, a terciopelo y a cuidado, no duda: “por aventura” —responde directo. Probablemente, sea el mismo deseo de aventura con el que dirige, desde 2010, el Nemo Art Festival en Priego de Córdoba.
Isabel, extremeña nómada, que decidió volver a su pueblo, Hornachos, después de estudiar en Sevilla, Tenerife, Estambul, Berlín y Madrid, ya conocía la zona y el proyecto Ras de Terra. Con su trabajo quiere sacar la pintura del marco y expandir lo ornamental hasta construir espacios transitables. Hoy está cumpliendo el sueño de crear en un secadero de tabaco. Un deseo que tomó forma hace años, cuando en verano venía con su chico a La Vera y veían los secaderos desde el coche, entonces, fantaseaban con transformar uno en taller.
Para Tamara no es la primera residencia artística. Formada entre el País Vasco y Valencia, y con un amplio historial de becas en el extranjero, se especializa en fotografía y nuevas tecnologías. Ella, que concibe el arte desde el activismo, analizando las relaciones de poder —sociales, políticas y culturales— veía una oportunidad para desacelerar y pensar con más calma en un entorno inspirador.
Por último, Natasha, nacida en Moldavia cuando la Unión Soviética boqueaba, cuenta cómo su vida se descompuso al perder a sus padres mientras el caos, la crisis económica y la pobreza se tragaban lo que quedaba del comunismo. Hoy vive en Galicia y se define como retratista. En su mirada azul acero, bajo la línea negra del flequillo, se adivina el laberinto de la inmigración. “El arte me salvó y me ofreció otras oportunidades” —afirma sin dejar de sonreír.
Cuando le pregunto a Mónica —artista multidisciplinar y docente, con una larga trayectoria internacional, formada entre Madrid y la Parsons School of Art de París— porqué decidió convocar a creadores emergentes y abrir este espacio a la inspiración colectiva, no lo duda, coge aire y responde: “es imprescindible compartir experiencias con los jóvenes creadores, tirar la piedra al centro del estanque y provocar una onda expansiva que genere cambios”.
Lo cierto es que todos están de acuerdo en que esto ha supuesto grandes desafíos. Quizás el más perturbador haya sido abandonar su individualidad como creadores y trabajar colectivamente en una instalación que es de todos y de ninguno. Algunos han tenido que superar la extrañeza de nuevos materiales que no formaban parte de su lenguaje creativo. Otros, salir del aislamiento y convivir y cooperar y negociar y persuadir para alcanzar un resultado.
Todos coinciden en que el elemento diferenciador ha sido crear en la naturaleza. Incorporar este territorio concreto a la obra y buscar nuevas formas de expresión, aquí, en los campos de la Aldea Tudal. La presencia de los secaderos de tabaco, el ladrillo, el agua, el sistema de acequias —elemento articulador que constituye las venas del territorio— formarán parte de su obra. Ese lugar donde habitará el alma de esta realidad y será el fruto de las dos semanas de trabajo conjunto.
Una experiencia que también incorpora el diálogo con la comunidad local. El oficio de Rubén el carpintero, de Luismi, constructor, de Zacarías el herrero y de tantos otros, ha permitido a estos jóvenes creadores materializar su “intuición”, su inspiración y su lectura de lo que les rodeaba. Pero, sobre todo, los ha llevado a ensanchar la vivencia emocional, en el intercambio y el aprendizaje con las personas que viven y trabajan en este lugar. Eso, es lo que no se olvida.
Y al final del camino está la obra, el resultado, el lugar donde queda recogida la esencia. “Ser obra significa establecer un mundo”. Pero para conocer ese mundo habrá que visitar la feria JUSTMAD, en Madrid. No quieren hacer spoiler y sólo me dan una pista, el título de la instalación: ACEQUIA 41.
—¿Qué significa? —pregunto, mientras pienso que es un buen título.
—El agua y las acequias, aquí, dan la vida y, el número, tiene dos explicaciones —se ríen al contármelo.
La primera, alude a ellos mismos: 4+1 son los cuatro jóvenes creadores, más Mónica, la directora artística. Y la segunda, tiene que ver con la noche mágica en la que comenzaron a romper barreras y a descubrirse. Todo surgió cuando la estufa de pellet que hay en el secadero, inexplicablemente, empezó a soltar humo. En unos minutos, el aire era irrespirable y cundió el agobio. Mientras tanto, la pantalla de la estufa sólo repetía un mensaje,
—ERROR 41- ERROR 41- ERROR 41
Ahora saben que, contra todo pronóstico, algunos errores acaban siendo aciertos. La escritora Lorrie Moore lo explica muy bien en uno de sus relatos, “hay que descongelar los pies, dar pasos a ciegas hacia atrás, arriesgarse a perder el equilibrio, arriesgarse a una caída infinita, para dar espacio a la vida”.
Cuando en los próximos días vaya a la Feria JUSTMAD, buscaré ACEQUIA 41 entre los pasillos y los stands del Palacio Neptuno hasta encontrarla. Quiero ver el resultado de estos días de creación en La Vera y rastrear en sus materiales los sonidos del agua, la textura del ladrillo y la memoria del secadero de tabaco donde fue creada. Dicen que el arte recoge el presente para el futuro y queda como pasado. Pero también transforma los lugares de abandono en espacios de vida. Sólo hay que atreverse a habitarlos.
Ras de Terra @rasdeterra
Mónica Sánchez-Robles @monicasanchezrobles_art
Isabel Flores (Galería Beatriz Pereira) @isabelflores.art
Tamara García (Galería Art Concept Alternative) @gara_batos
Natasha Lelenco (Galería La Doce) @natashalelenco
Rafael Blanco (Galería Modus Operandi) @nankayshan_rafael_blanco
JUSTMAD 2022 @justfairs
@clopezuriaga
Es escritora, su novela Quizás en otoño fue finalista del Premio Nadal 2021.
Hace unos años cambió las calles de Madrid por el bosque. Encontró un refugio y lo llenó de libros que quería leer, desde entonces, vive y escribe en La Vera.